miércoles, 2 de julio de 2008

dentidades Políticas e integración Social: La Construcción e integración Social: La Construcción y fragmentación del espacio político en la Argentina

I.[1]

Estamos segmentados por todas partes y en todas las direcciones

G. Deleuze, F. Guattar “Micropolítica y Segmentaridad” en “Mil Mesestas

No se tratará de contenido polemológico del concepto de lo político, en cuanto éste implica el enemigo, la guerra, el pólemos, esto es en cuanto concepto de lo polémico. (...) Tan solo se tratará, como hemos anunciado, del uso polémico de este concepto de lo político, de su uso concreto, de la modalidad practica y efectiva de su puesta en práctica, digamos de su realizabilidad misma.”

J. Derrida “De la hostilidad Absoluta” en “Políticas de la Amistad

Llamo sujeto a toda configuración local de un procedimiento genérico que sostiene una verdad

A. Badiou “El ser y el Acontecimiento

Muchas de las categorías propuestas en el título, como identidades, política, integración social, fragmentación y espacio político; apelan a una horizonte muy amplio, por no decir, a un proyecto muy ambicioso. Articular los términos a partir de los cuales se pretende dar una unidad temática, implica un profundo trabajo en el cual los márgenes y los límites son inciertos. Una articulación efectiva de estos términos –además de exigir un arduo trabajo interdisciplinario- podría brindar un aporte significativo a la tarea de poder obtener sentido o significado de nuestra realidad política, y poder encontrar nuevos campos de decibilidad que pueda brindar un nuevo campo significante que permita contener nuevas demandas y aspiraciones de la ciudadanía. Entendiendo esto desde la noción de fragmentalidad que implica toda sociedad política.

Lo dicho puede revelar algunos supuestos sobre las nociones de las unidades suturadas, los universales como formas completas, y otros principios a partir de los cuales sea considerable la política, así como el mercado; como un mecanismo capaz de equilibrar el funcionamiento de las pulsiones humanas que dinamizan la circulación del sistema humano, que no logra constituirse en una identidad o sujeto completo, que es atravesado por una muralla del lenguaje, que en muchos casos habla por él, perdiéndolo en la alineación de la separación de su trabajo, forma objetiva de él mismo; y de que manera se aliena en un lenguaje que le es precedente y en el que es insertado y sujetado a repetir y decir todo lo ya dicho.

¿De que puede servir pensar de esta manera nuestra realidad? Más aún ¿Además de realzar un ejercicio en el que creamos poder desentrañar sentido o algún significado que nos de un indicio del origen o permitan pronosticar las crisis políticas que vivimos y proponer mecanismos institucionales que permitan absorber los impactos de los derrumbes políticos y sociales? ¿Acaso esto sería posible, por lo menos deseable?

Este objetivo, además de desmedidamente ambicioso, desatendería que ciertos principios subjetivos y afectivos que hacen a la política –aunque puedan dar cierto cauce institucional para el funcionamiento formal de la política- no logran aglutinar la fuerzas políticas, que a pesar de un cierto grado de articulación vertical en torno a algún significante, cadena significante, y hasta discurso aparecen dispersos y sin posibilidad de ser contados entre las partes del Estado. El sujeto, en todas sus dimensiones, no es más que una ilusión imaginaria de sí mismo, debiendo afrontar su imposibilidad estructural de encontrarse con una imagen ideal de sí mismo completa. Somos presas de las fuerzas exógenas y contingentes que alimentan nuestras pulsiones parciales y apelan a nuestro sujeto barrado ($) e incompleto, del que somos esclavos y hasta sin saberlo, lo obedecemos, sufriendo sus imposiciones imaginarias, y hasta muchas veces haciendo esto sin lograr conciliar esas grietas de las que aflora como magma el síntoma.

Tal vez lo último por decir sobre estas cuestiones de alto grado de abstracción que no con simplicidad adquieren una modalidad operacional para analizar la realidad concreta que nos rodea, tenga que ver con como el lenguaje –acaso el discurso- se involucra en esta cuestión de las identidades.

Hasta aquí hemos prestado central atención –sin entrar en profundidad en ninguna de estas discusiones- a la constitución de las identidades a partir de ciertos principios de la teoría psicoanalítica. En tal caso, el lenguaje, de la misma manera que el aparato psíquico, cumple una función primordial en el proceso de constitución de las identidades.

Una referencia muy común que nos hace reflexionar sobre la subjetividad y el lenguaje[2] es el simple hecho del funcionamiento de los pronombres personales. Esto es, el pronombre personal “yo” pareciera no brindar dudas respecto a su referente, cuando más bien nos encontramos frente a todo lo contrario. “Yo” es una forma de lenguaje vacía. En otras palabras “yo” tanto para la lingüística como para el psicoanálisis no existe sino bajo una forma subjetiva, cuando no imaginaria. Esto es, el lenguaje abre un campo de amplia subjetividad, y esto en contra de todas las nociones referencialistas del lenguaje a partir de las cuales cada nominalización responde a un objeto en el mundo. Sin entrar en esta discusión ni en los problemas que podría traernos pensar el lenguaje de esta manera, podríamos sostener que la posibilidad de establecer pragmáticamente significaciones referenciales indisociables responden a operaciones hegemónicas.

Este es un punto central para articular las categorías hasta aquí presentadas y a partir de las cuales intentaremos nuestro análisis.

La producción del sujeto sobre la base de la cadena del discurso; es decir de la no correspondencia entre el sujeto y el Otro –lo simbólico- que impide el cierre de este último como presencia plena. (...) “La sutura nombra la realación del sujeto a la cadena de su discurso; veremos que él figura ahí como el elemto que está ausente, en la forma de un sustituto[3]

Las lecturas posibles de realizar después del tan complejo marco propuesto por los gestores de la teoría contemporánea de la hegemonía, nos pueden ayudar a entender como por medio de operaciones discursivas es posible atribuir lugares, espacios e identidades en el seno de un Estado.

Estos son algunos de los principios a partir de los cuales podemos abordar un análisis de las características que se proponen bajo este título.

Una forma de sintetizar todo lo dicho para poder pasar a una cuestión de análisis concreto sobre un campo concreto, que por demás nos es cercano e inevitable: nuestra propia realidad.

Todo lo anterior significa lo siguiente: El problema de las identidades y la manera en que estas puedan encontrar formas de establecer espacios para la construcción de un proyecto compartido por medio de la política implica entender un imposibilidad de sutura, una unidad armónica bien constituida que es imposible. La misma política no es más qua la evidencia de la necesidad de mecanismos para dirimir los desajustes estructurales, que podríamos remontar a nuestro aparato psíquico, fuente de los procesos de identificación que dan origen a las identidades, o en su defecto, sujetos. Esta referencia se debe a la necesidad que tenemos de esta categoría para poder constituir una noción de identidad, la cuál, al igual que en el pensamiento político no esta librado del conflicto, por no decir a partir de las tensiones básicas y antagónicas que son el instinto de muerte (tánatos) y el instinto de ligazón (eros) que conviven en nuestro mismo interior.

Partiendo de esta base, la del conflicto, la separación, como podemos pretender, más aún en un espacio tan conflictivo como la Argentina, la composición de un espacio público donde pueda existir una ciudadanía plena, capaz de establecer una identidad propia, particular, que al margen del espíritu cosmopolito dinamizado por la globalización, pueda sujetarse de singularidades que nos permitan dar una entrada en este mundo por medio de la acción al estilo Harendt.

Esto último puede llegar a ayudar a ordenar algunas de estas cuestiones. La posibilidad de establecer espacios comunes de construcciones de identidad pueden ser introducidos por la acción política. La paradoja aquí es que la identidad sería un requisito anterior, ya que la acción es posible a través de la diferencia, para lo cual, en alguna medida haría falta un identidad, al menos un criterio que permita diferenciar lo mismo de lo diferente para reconocer lo novedoso de la acción en el mundo.

A pesar de este problema de la acción, en particular la política, no nos dejar de ser de utilidad. Las identidades, esta noción tan difícil, que por demás debiera operar o estar alojada en nuestro sentido común, ya que todos creemos poder dar una referencia de la propia. En algún sentido podríamos decir algo de nuestra identidad, ya sea desde la rudimentaria observación frente al espejo, revisar en nuestra billetera en busca de un documento de identidad, podríamos preguntarle a alguien quien somos. A pesar que todo esto pueda ayudar a darnos una idea, esto no termina de resolver la dificultad que implica resolver esta cuestión; y como hemos dicho, sin saber quien somos, difícilmente estemos en condiciones para llevar adelante una acción política que permita una constitución de una unidad que al menos comparta el mundo de la acción, el trabajo, y no menos importante, los códigos compartidos como el lenguaje y los significados a partir de cuales nos podemos sujetar a algo que nos pueda dar una noción de referencia sobre el espacio en el que nos podemos considerar contenidos.

No es mi intención expandir estas cuestiones. Está claro que queda por aclarar en extenso el funcionamiento de muchas de estas categorías –lo que no es una cuestión menor- pero nos alejaría de un primer esbozo sobre un primer acercamiento a un problema concreto en referencia a estas cuestiones.

En particular, todo este desarrollo tiene como objeto delinear un marco a partir del cual podamos intentar dar cuenta del período propuesto –el siglo XX- que resulta tan amplio como inabarcable. En un acto de circunscribir la cuestión a un período más acotado hemos tomado la decisión de tratar en particular el período que me adelanto a llamar de la Democracia Argentina Reciente, que se despliega desde diciembre de 1999 hasta el 25 de mayo del 2003.

Toda periodización es arbitraria dice Foucault, pero en este caso la arbitrariedad responde al tiempo transcurrido desde la asunción a la presidencia de F. De La Rúa hasta la asunción de N. Kirchner

La noción de Democracia Argentina Reciente hace alusión del nuevo periódico democrático argentino desde la última dictadura militar, pero en especial al de la inauguración de un nuevo período en nuestra vida política: La democracia post-menemista.

El diciembre de 1999 se inaugura un gobierno que cierra un etapa atípica de la vida política de nuestro país. Después de diez años de gobierno y dos mandatos completos Carlos Menem deponía su poder en manos de Fernado De La Rúa. Esto sella el final de una era menemista, que hasta pareciera haber subsistido residualmente después de la asunción del presidente De la Rúa, como pudo haber sido la continuidad de los planes económicos en el marco de la convertibilidad, e incluso la continuación del mismo ministro de economía que dio vida al plan de convertibilidad. Esta vez como la novela de Shelly, Frankestein, el monstruo animado se volvió contra su creador. En este sentido la marca en el tiempo que da origen a esta temporalización presenta dos criterios distintivos de considerable importancia. En primer lugar –como ya dijimos- marca el final de una era de la vida política argentina. En segundo lugar, en ese momento da comienzo un momento de considerable inestabilidad política con picos de violencia.

El 25 de mayo es la fecha donde esta secuencia de acontecimientos encuentra un punto de apoyo para recobrar cierto grado de estabilidad institucional.

Hasta aquí la delimitación en el tiempo del objeto a analizar, el caso sobre el cual esperamos entender el peso de las identidades en pugna, los lazos de integración y la constitución de lazos y fragmentaciones en el espacio político, en momentos como los vividos en el mencionado período de la democracia reciente (1999-2003).

Esto asumiendo –claramente- que podemos operar con estas categorías sobre esta realidad. Precisar la naturaleza de cada uno de estos conceptos puede resultar útil para encontrar, si es que las hay, la posibilidades para que estas categorías o los enunciados que podamos producir a partir de estas sirvan para brindarnos significados, sentido relevante sobre esta cuestión.

Lo que correspondería de aquí en adelante es aplicar estas categorías en un intento de entender las posibilidades bajo las cuales las identidades políticas –en especial las de la Democracia Argentina Reciente – puedan brindar espacios integrados para la vida política.

Esto nos obligaría a poner en orden ciertas cuestiones. En primer lugar determinar que identidades políticas se pusieron en juego durante este período. En segundo lugar, descubrir los puntos de ruptura, los ejes inarticulables de estos discursos antagónicos. Por último intentar encontrar puntos articulables, si es que los hay, para la constitución de un espacio político que permita tolerar la diversidad de las distintas identidades, asumiéndolas como una incomplitud que logre una forma contenible para la aceptación de nuestra misma naturaleza política en tanto pueblo y sociedad que debe enfrentar un futuro tan incierto en nuestro tránsito hacia una democracia con mayor integración y bienestar social.

Dejando de lado el enfoque para operar sobre lo que llamamos Democracia Argentina Reciente, lo primero que podemos decir es que este período, independientemente de caracterizar el final de una era en nuestra democracia, presenta un momento de considerable inestabilidad que dejó relucir las diferencias que intentamos describir y la imposibilidad de reunirlas en un proyecto común.

En cierta medida la estabilidad alcanzada a través de las elecciones del 25 de mayo del 2003 pareciera presumir cierta afinidad entre proyectos políticos, estos son el de E. Duhalde y N. Kirchner. Un dato que no puede ser pasado por alto es que el denominador común entre estos dos personajes, e incluso del mismo R. Rodríguez Saa –quienes protagonizaron el papel de la presidencia argentina a partir de los sucesos del 20 y 21 de diciembre del 2001- es el partido peronista. Esta particularidad, que un mismo partido –que no es solo un partido, sino el partido preponderante de nuestro sistema de partidos (incluso desde perspectivas clasificatorias como las de G. Sartori)- haya podido presentar tantas propuestas –acaso discursos- tan disímiles. La particularidad que se esto pone de manifiesto es la fragmentaridad con la que se puede presentar una identidad tan consolidada como la del mismo partido peronista. Tal vez no sean novedosas las fragmentaciones interpartidarias, incluso en el PJ, pero lo que sí pareciera nuevo es la incapacidad de establecimiento de otras identidades que puedan cristalizarse en partidos políticos capaces de ser contendientes de esta fuerza. Pareciera que en este nuevo período existirían posibilidades de coaliciones electorales exitosas por fuera del PJ, pero está en duda que los delicados lazos que las unen se mantengan lo suficientemente firmes para llevar adelante un gobierno. En este sentido es posible pensar que el PJ ha sabido absorber las diferencias, tanto en demandas como en proyectos políticos, logrando establecer alianzas y coaliciones capaces de llevar adelante un gobierno. El interrogante que esta cuestión nos permite plantear es si el PJ logrará –a nivel ejecutivo y nacional- convertirse en una fuerza plural que permita garantizar a distintos proyectos o discursos –en el sentido más material y pragmático del término- el desarrollo de gobiernos efectivos.

Es muy difícil pensar un sistema de partidos que se agote en el PJ, pero no es tan difícil ver a esta fuerza como una clara y efectiva institución hegemónica en lo que hace a la orientación del poder ejecutivo de la Argentina.

Pero esto sería empezar por las conclusiones. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Comenzamos en 1999 con la asunción de un nuevo gobierno resultado del éxito electoral de una coalición encabezada por la UCR. Esto, en términos de las expectativas de la ciudadanía, suponía una ruptura o un viraje con el anterior modelo, o como muchos políticos llegaron a llamar, régimen, que entre sus principales características podemos mencionar una política monetaria de dolarización de la economía y una manera de hacer política signada por la impunidad y corrupción.

Si las nociones de identidad y sujeto tienen algún alcance, es aquí donde pueden operar. Sin duda el agotamiento del proyecto de los años noventas y las transformaciones sociales sufridas en esa década signada por el neoliberalismo originaron nuevas identidades y sujetos, en parte forzadas por una realidad objetiva que reagrupaba siniestramente los fragmentos que intentando formar un todo se pretenden sociedad; y por otro lado en base a cuestiones subjetivas, que buscaban imperiosamente nuevas vías para la existencia en comunidad en un nuevo escenario internacional incierto en el cuál la Argentina debería encontrar su camino.

En este nuevo escenario en el que nuevas identidades y sujetos empezaba a reubicarse, se impuso un viejo fantasma –no en el sentido lacaniano- que amenazaba con la continuidad del sistema que solo en apariencia había abandonado el poder. La diferencia de este caso es que las identidades eran similares, hasta –en algún sentido- los sujetos también lo eran, por no los referentes concretos del sistema original que habían dado vida a esta nueva política.

Para poner esto en orden es necesario mencionar el proyecto ingenuo o pretencioso inaugurado en 1999 por F. De la Rúa. Por un lado buscaba y pretendía continuidades en ciertos campos, como la política monetaria y todo lo que esto implicaba, como beneficios a grupos económicos y sociales; mientras que por el otro pretendía sostener esta política con nuevos actores y alianzas, muchas de las cuales estaban construidas en lazos efímeros. Esto llevo a un incontenible final. Aquellos que apoyaban la continuidad del modelo de política eran claramente oposición, por el simple hecho de no formar parte de la alianza vinculada al gobierno. Aquellos que se oponían a esta continuidad y formaban parte de la alianza de gobierno se vieron forzados a abandonarla, por un lado para evitar el descrédito político, y por el otro por una simple imposibilidad de articular discursivamente la actual política conservadora con el nuevo proyecto renovador. Esto adquirió mayor relevancia con la renuncia del vicepresidente C. Alvarez, situación que radicalizó la crisis haciendo más significativos aún los sucesos del 20 y 21 de diciembre del 2001.

En contra de todo principio de la política, o al menos del principio erótico[4] por medio del cual se establecen los lazos y las uniones que hacen a una faceta de la política y que en buena medida sustentaban su legitimidad, De la Rúa sobrestimó el poder de facto de las instituciones democráticas olvidando que estas mismas dependen de un centro organizador que es, nada más ni nada menos, que el poder ejecutivo.

Un indicador concreto que ayuda a sostener esta idea es el discurso inaugural del presidente

De la Rúa en el que –en términos metodológicos de E. Verón[5]- polemiza con el gobierno saliente, las provincias, el Senado y hasta la misma burocracia del Estado. Por otro lado deposita sus apoyos en “la gente”. Sin duda este sintagma es el más difícil de identificar con un referente concreto; o como en términos de E. Laclau, sería claramente un “significante vacío”. En este sentido, ya desde su mismo discurso la posibilidad de buscar apoyos se ve completamente socavado cuando este significante vacío es rellenado por medio de una operación hegemónica que logre articular este término a partir de una nueva serie de equivalencias que puedan surgir de las demandas no satisfechas por el gobierno de De La Rúa.

En este sentido, desde el discurso, De la Rúa estableció identidades efímeras en términos de posibilidades concretas de apoyos políticos. Así como este discurso no encuentra sustento, lo mismo sucede con el gobierno de De la Rúa.

Esto nos lleva a hablar indefectiblemente del 20 y 21 de diciembre del 2001.

La evidencia etnográfica recolectada personalmente –que solo sirve aquí de manera anecdótica y descriptiva- nos permitiría decir que en esas vísperas asistimos a una catástrofe política de dimensiones titánicas. La referencia metafórica al “Titanic” resulta muy elusiva para describir lo que se “podía ver”. Una estructura titánica como la de una gigantesca nave que colapsaba hundiéndose a pique. El equivalente en términos políticos, la estructura institucional del Estado colapso en el momento en el que perdió su capacidad de transmitir autoridad. La gente, ese significante vacío hecho cuerpo y carne, se reunió en Plaza de Mayo y el gobierno ordenaba que se fueran. Pero esta orden no encontraba otro catalizador que la violencia, la última ratio del poder legitimo. Esto no se pudo hacer sin traspasar el umbral del margen quedando afuera.

La metáfora del “Titanic” tiene otro alcance. El gran barco se hundió dejando a todos sus tripulantes a la deriva flotando en pequeños botes salvavidas en aguas inciertas.

Un nuevo significante vacío, que se vayan todos”, logró instalarse alcanzando su cometido pero solo a medias. Solo se fue uno y todos los demás volvieron.

Dejando de lado las metáforas de la política y volviendo al análisis institucional, los poderes restantes que seguían en funcionamiento, en particular el legislativo, buscaban formas de reestablecer el orden depuesto.

Es difícil terminar de dilucidar las maniobras legislativas por medio de las cuales A. Rodríguez Saa consiguió acceder a la presidencia. Por esto no nos referimos a los procedimientos constitucionales, que en parte presentaban una laguna institucional que daba lugar a la discrecionalidad de la decisión de los mismos legisladores; sino más bien a las pujas políticas que lograron influenciar esas decisiones.

Evidencia de esto mismo es la corta duración del mandato de A. Rodríguez Saa que dio lugar a la sucesión de E. Duhalde. Sin duda no se había logrado un acuerdo político sustentable que diera lugar a un gobierno de transición que pudiera finalizar el mandato de F. De La Rúa.

Aquí reaparece la figura del PJ como fuerza capaz de contener la crisis institucional, pero al mismo tiempo incapaz de contener sus propias ambiciones o vocaciones de poder (la elección queda a gusto del lector) que se manifestaban como pulsiones parciales al interior de lo que pudiera parecer un cuerpo completo constituido bajo la imagen del mítico general.

Volviendo a diciembre del 2001, ante la situación de acefalía ejecutiva, una ciudadanía exigiendo demandas de recambio político, una situación financiera –del Estado- insostenible, y una laguna constitucional que dejaba al arbitrio legislativo la designación de un nuevo presidente; nos encontrábamos en una situación donde el único elemento faltante era un individuo que estuviera dispuesto a ocupar una posición de sujeto que pudiera mostrar el valor y arrojo de poder llevar adelante expeditiva y exitosamente el salvataje de una Nación o al menos un Pueblo.

En este caso ya no es la gente –como proponía De la Rúa- sino una nueva identidad con mayor anclaje discursivo, al menos un recurso retórico con mayor posibilidad de éxito.

Existe una clara estrategia discursiva en Rodríguez Saa que compone a partir de una serie de recursos. Entre ellos podemos mencionar el tono de su discurso, la urgencia que impone en el mismo y los recursos pronominales como la primera persona del plural utilizada en forma inclusiva. Por supuesto el discurso del Rodríguez Saa se encarga en construir una imagen de la persona misma, aspecto particularmente llamativo si se tiene presente el aspecto más bien neutro de lo que podríamos llamar –sin hacer honor a un uso riguroso del término- género, desde la perspectiva de texto que responde a ciertas regularidades. En este sentido el discurso de Rodríguez Saa es peculiarmente singular en términos de la forma.

Este es un claro caso en el que por medio del propio discurso se intenta crear una figura mesiánica capaz de asumir la identidad de un pueblo y una Nación capaz de enfrentar a contrincantes polémicos, que a diferencia del discurso de De la Rúa se encontraban fuera.

El discurso de Rodríguez Saa apela a una identidad nacional más fuerte que la propuesta por De la Rúa, además de tener la prudencia de no polemizar o ubicar como contradestinatarios a ningún sujeto identificable con individuos o sujetos internos, sino más bien ubicarlos fuera, antagonizando con Otro ausente que facilita el establecimiento de un sujeto más abarcativo, dado que ese Otro no se opone a alguien en particular –según su discurso- sino que a todos.

Este caso es un buen ejemplo de que manera discursivamente se puede intentar establecer un sujeto, acaso una identidad que intenta conseguir esa sutura en una totalidad que es el pueblo o la Nación. Por supuesto la operación necesaria para lograr este efecto es polemizar con otro sujeto análogo que pueda marcar el límite entre el adentro y el afuera, logrando esa incomplitud imposible. Esa es la operación de Rodríguez Saa, quien a diferencia de De La Rúa, quien sitúa a sus enemigos, al menos aquellos con quien polemiza en el mismísimo seno del Estado y entre sus pares.

Ninguna de estas fórmulas resultan mejor que la otra. En tal caso la complitud propuesta por Rodríguez Saa, como estructuralmente imposible, encuentra sus grietas, especialmente en las identidades irreconciliables con la noción de pueblo, y que se constituyen como sujeto a partir de esa mirada externa del Otro, con quien Rodríguez Saa polemiza, genera una reacción adversa, dándole a sus gobierno una muy efímera existencia.

Esta claro que la ambiciosa operación discursiva de Rodríguez Saa mediante la cuál intenta constituir ese pueblo como una identidad totalmente abarcante, falla al excluir a aquellos que se resisten a la identificación con el pueblo y que mantienen un fuerte lazo identificatorio con otras naciones.

El punto indefectible de quiebre –que se articula con gran coherencia con este discurso- es la decisión categórica de no pagar la deuda externa. Esto sobrepasa el gesto de increpar verbalmente a ese Ootro, con el que cierto fragmento de lo social se encuentra tan identificado.

Pero si hasta aquí ha quedado algo claro es que en política, la “gente”, ese significante vacío, tan volátil pero efectivo en tanto realidad que se manifiesta por medio de la lógica de las equivalencias por el malestar de las demandas no procesadas por el Estado, se presenta como un sólido obstáculo, que se erige como muro, pero nunca como atalaya. Esta metáfora intenta decir, que el conglomerado de demandas que se pueden manifestar bajo este colectivo que se significa imaginariamente bajo la categoría de “gente”, claramente presenta una oposición para el gobierno, pero nunca es una fuerza que avance hacia él. Esto es, la gente es un muro estático y no una fuerza que logre avanzar para destronar a un gobierno.

A lo que queremos llegar con esto es lo siguiente: No negamos un profundo malestar en la ciudadanía y la inestabilidad política y de gobernabilidad que esta podía generar; aún así, no le atribuimos a esta –por completo- la caída del breve gobierno de Rodríguez Saa.

La operación por medio de la cual se le pone fin al gobierno de Rodríguez Saa –cuál jugada de ajedrez- no fue un acto arbitrario ni contingente, sino que orquestado y anticipado con toda la anticipación que la misma política permite.

Esto significa que el fin del gobierno de Rodríguez Saa ya había estado pautado y establecido. Esta vez, por una fuerza política, justamente la misma fuerza política que le había otorgado el poder a Rodríguez Saa. Nos referimos concretamente al PJ. Muy ciertamente esto abre una cuestión sobre si el PJ efectivamente es, o era la misma fuerza política que dio fin al gobierno de Rodríguez Saa para entregárselo a Duhalde. No dudamos que el PJ es el mismo, sino que más bien ponemos en duda la unidad del mismo partido. En tal caso el PJ no sería la excepción de ningún cuerpo dominado por sus pulsiones parciales.

En cualquiera de los casos, hasta aquí –en este texto- llega el autor de la metáfora “Vamos a tomar al toro por las astas”, para referirse a la suspensión del pago de la deuda externa.

Una semana más tarde de haber anunciado tan poéticamente esta decisión de que la Argentina dejaba de pagar su deuda externa, independizándose del mundo de una manera unilateral, un nuevo presidente anunciaba su plan de terminar lo que restaba del gobierno de De la Rúa –como si restara algo de este gobierno- y proclamaba un plan de pacificación social.

E. Duhalde en su discurso de asunción a la presidencia adoptó un tono profundamente conciliador. A diferencia de Rodríguez Saa quien en un estallo de efusividad llamaba a un inmediato e inminente acto desesperado de salvataje; Duhalde, en forma serena y casi liturgica apeló a aplacar las pasiones que tensionaban el convulsionado escenario político con el dabamos comienzo a un nuevo año. El profundo sentido religioso de la retórica de Duhalde, una vez más, intentaba apelar a otra identidad profundamente arraigada en nuestra cultura. Esto no es más que una variación de uno de los aspectos desplegados en el discurso de Rodríguez Saa. La apelación a la Nación se manifiesta, aunque en menor medida que en el discurso de Rodríguez Saa, aunque el pueblo se manifiesta repetidamente –más veces que el discurso de Rodríguez Saa- en este muy breve discurso. La diferencia aquí es que el pueblo, no solo es pueblo, sino que además es un pueblo religioso, puntualmente católico, de manera que este pueblo al que apela Duhalde todos somos hermanos y hermanas. Esta referencia identitaria resulta más concreta y familiar que las demás: Todos –en la mayoría de los casos- somos hermanos y hermanos. La noción de pueblo, por cierto indeterminada, se solidarizaba con formas de nuestra estructura familiar, que por cierto es un apelativo religioso. Esto despacha dudas sobre unos de los pilares del apoyos que se buscaban en este discurso. Para volver a los términos de Verón, claramente uno de los principales prodestinatarios o destinatarios positivos en este discurso es la iglesia católica. En lo que hace a los prodestinatarios o destinatarios positivos, es difícil encontrar un destinatario al que se dirija en forma polémica. Es por esto que caracterizamos de conciliador este discurso, ya que es enunciado con suma prudencia, en un tono muy sereno e intentando contener todo tipo de pasiones. Incluso un acto profundamente conciliador fue el de utilizar –de forma tergiversada- la voz referida del saliente Rodríguez Saa. Esto es un estrategia que revela una gran habilidad política para aprovechar lo mejor de los riesgos acometidos por su contrincante.

Duhalde, en un acto de capitalización de los errores de su predecesor, comenta: “Hemos tenido que suspender el pago de los intereses de nuestra deuda pública porque no estamos en condiciones de hacerlo en estas circunstancias críticas que han generado una fuerte eclosión social; y la única manera de hacer frente a nuestros compromisos internos y externos es mediante el crecimiento de nuestra economía que derive en un auténtico desarrollo humano.” La sutileza que presenta este pasaje, que no es un simple pasaje sino un acto enunciativo realizado frente a la Asamblea Legislativa, es la operación de tergiversación por medio de la cual rescata lo que le resulta funcional de la declaración de Rodríguez Saa. Rodríguez Saa había suspendido el pago de la deuda externa. Duhalde, en vista a las reacciones despertadas por esta decisión y de las necesidades concretas para llevar adelante su gobierno –y al mejor estilo del cuento de Borges “Emma Zunz”- hace responsable a Rodríguez Saa de la suspensión del pago de la deuda, pero reconcilia ciertos intereses que hicieron eclosión frente a tan polémica decisión, limitando esta misma decisión a la suspensión del pago de los intereses de la deuda, que ya no es externa, sino pública. Estás diferencias e inconsistencias léxicas no son arbitrarias, sino que encierran complejas cuestiones significantes, que a pesar de ser profundamente interesantes, su análisis nos desviaría de nuestro punto central.

Duhalde se asume como un presidente pacificador que se propone recomponer la maraña política llevada a cabo por De la Rúa en lo que resta de su ya acabada presidencia. Nuevamente, mediante el olvido, la omisión y el cambio de uno o dos sintagmas, convoca a elecciones para el 25 de mayo del 2003. Como si la fecha patriótica pudiera de por sí, como en el desplazamiento metonímico, ser interpretado como un acto patriótico.

En este acto de espera del aniversario de la patria se manifiesta –bajo el manto de la conciliación Nacional- una intensa puja de intereses, que manifiestan la profunda fragmentaridad en las identidades políticas, incluso dentro de lo que es esa gran identidad llamada PJ.

Tal vez capitalizando esa demanda vacía significada por medio del “que se vayan todos”, la estrategia política de Duhalde fue apoyar al más desconocido de los “sospechosos de siempre”.

Es posible que el acontecimiento más significativo de este proceso sea la novedosa forma de presentación electoral –avalada por la reforma constitucional de 1994- que presentó al PJ fragmentado en varias listas electorales que competían paralelamente por la presidencia, en vez que como una fuerza unificada. Aquí valdría tener presente una muy breve descripción del escenario electoral del momento. Esto es, después del fracaso electoral de la Alianza, ninguna fuerza política se encontraba en condiciones de reunir una masa crítica que pudiera disputarle el poder al PJ, incluso aunque este estuviera dividido en varias listas.

Una paradoja de las identidades, que no hace más que poner en manifiesto el funcionamiento y alcances de los significantes vacíos, es que el resultado de las elecciones signadas por el “que se vayan todos” dio como ganador en primera vuelta, nada más ni nada menos, que al mismo de siempre: C.
S. Menem.

Todos sabemos como siguen los acontecimientos desde el 25 de mayo del 2003 en adelante. Menem se retira de la contienda electoral dando lugar a N. Kirchner para asumir la presidencia.

En cierta medida la ciudadanía sintió –ingenuamente- que su demanda de recambio en la política había sido satisfecha. El enamoramiento inicial con el nuevo presidente impulsó las velas de una nueva nave con una fresca brisa patagónica.

Sin ánimos de avanzar más sobre nuestra historia reciente, estaríamos en condiciones de hacer observaciones más generales de cómo operaron, al menos como se manifestaron estas identidades y sujetos en la política de nuestra Democracia Argentina Reciente.

En este corto, pero contundente período de nuestra Democracia Argentina Reciente hemos visto aparecer aspectos novedosos y al mismo tiempo antiguos de nuestra identidad política.

El aspecto más antiguo, profundamente arraigado en la tradición política del siglo XX fue que en este breve período asistimos a un golpe de Estado. Como muchas veces antes en nuestra historia política, pudimos ver como se deponía un gobierno democrático.

Por otro lado, lo que se presenta como completamente novedoso es que ese golpe de Estado estuvo en manos de fuerzas civiles. A juicio personal, no creo que la ciudadanía haya sido el actor, o si se prefiere, el sujeto responsable de esta deposición[6].

El acto por medio del cual se le puso fin al gobierno de De la Rúa fue un golpe de Estado civil, pero no llevado adelante por la ciudadanía. En tal caso y como en otros tantos casos la ciudadanía pudo acompañar, apoyar o asentir el golpe; pero no fue ésta la responsable del acto pragmático de desplazamiento del poder al presidente De la Rúa.

En este caso la fuerza civil que logró este acto fueron las organizaciones. En esta categoría también se incluye al PJ.

En este punto mis palabras deben ser tomadas con suma delicadeza. No quiero decir que el partido Justicialista funcione por fuera de las expectativas democráticas de nuestro sistema político.

Por el contrario, intento asumir en términos realistas de que se trata esto que intento llamar Democracia Argentina Reciente. Al parecer nuestra democracia se apega a parámetros que no son los formales de la poliarquía de R. Dahl y de los teóricos de las democracias tanto norteamericanas como las europeas.

La democracia argentina es lo que de ella resulta. En tal caso, nuestra Democracia Argentina Reciente resulta ser una democracia que no logra ser contenida –completamente- dentro de los parámetros de nuestra Constitución Nacional. Nuestra política, acaso democracia, no pudo ser pensada desde los cimientos de la Constitución Nacional. Recordemos la laguna Constitucional que dio origen a la constante sucesión de presidentes hasta el 25 de mayo del 2003. Esto claro, sin incluso haber podido prescribir situaciones tan singulares como las vividas durante el 2001, esto es la convivencia de un gobierno que había pasado tan súbitamente de la aclamación popular a la pérdida de toda su legitimidad.

Dicho todo esto, está clara la fragmentación política bajo la cual se debe desarrollar la democracia en la Argentina. Partimos de que las unidades suturadas son imposibles y nos apoyamos en principios teóricos muy variados que van desde el psicoanálisis a la gramatología –por no decir deconstrucción- que parte de la crítica de que el lenguaje pueda ser una estructura cerrada, sino que por el contrario, es una figura excéntrica donde es difícil encontrar los márgenes y umbrales que permitan distinguir el adentro del afuera.

Esto mismo se puede ver para el caso de las identidades políticas en los casos aquí presentados, como por ejemplo el del PJ y su imposibilidad de conciliar identidades tan disímiles signadas por el significante –acaso el nombre del padre- Perón.

Respecto a los sujetos, pues estos no pueden ser analizados independientemente de las identidades. Esto no implica lo profundamente complicado que resulta identificar a un sujeto, más aún en el marco aquí propuesto.

Lo que queda claro aquí –si es que algo ha logrado quedar claro- es que hay aspectos de nuestra identidad que se siguen manifestando en nuestra democracia, aunque no sean necesariamente democráticas.

Este sería claramente un rasgo fundamental de nuestra identidad democrática. Ahora el problema es ver de que manera esta identidad –que es identidades (en plural)- se constituyen en sujetos.

Esto no es más que un intento muy incompleto de articular algunas de las cuestiones propuestas en el título de este trabajo. Seguir adelante, en este momento, sería agrandar la brecha que sostiene lo aquí dicho; tarea fecunda para la problematización de estas cuestiones.

Pero como conclusión que no concluye podemos decir que el discurso político de la Democracia Argentina Reciente nos brinda una batería significante a partir de los cuales podemos establecer sujetos, como pueden ser, el Pueblo, la Nación, y hasta la Gente. Al mismo tiempo nuestras identidades no facilita que este proceso que pueda llevar adelante en un marco democrático como el que podemos esperar de aquellos que piensan la democracia en otros lugares del mundo.

Sin lugar a dudas la democracia argentina es tan singular como cualquier otra democracia, o incluso más singular aún, ya que en esta conviven prácticas que podrían ser clasificadas como características de otros regímenes.

Pero si un sujeto es una localización singular desde la que sostiene una verdad, deberíamos admitir que el sujeto o los sujetos que logramos constituir a partir de nuestras identidades en puja, nos dan como resultado algo tan singular como nuestra democracia.

Esto último sirve para atenuar muchas de las cosas dichas anteriormente. Esto es, en ningún momento consideramos antidemocráticas los acontecimientos acaecidos durante 1999 y el 2003. Tal vez hayan sido anticonstitucionales. Pero por desgracia no podemos superponer estos dos términos, el de democracia y constitucionalismo.

En línea con esto, mi propuesta de golpe de Estado civil estaría contenido en una forma democrática llevada adelante por un sujeto tan singular como su forma de dirimir las cuestiones que hacen a su forma de convivir en una comunidad política.

Aquí no hay –en ningún momento- propuestas prescriptivas que propongan erradicar o condenen algunas formas políticas características de nuestra democracia.

Por el contrario, asumiría que este trabajo responde exclusivamente a principios descriptivos, que aunque pretendan cierto grado de objetividad, provienen de un sujeto, que como tal está investido de subjetividad, y que justamente trata de aspectos netamente subjetivos de nuestra política.

Por ultimo y para finalizar con esta cuestión, lo que este trabajo pretende es ser un borrador de una agenda de investigación sobre cuestiones objetivas que tienen efectos subjetivos sobre un sujeto del cual es imposible despegarse, dado que el tema trata, nada más y nada menos que de nosotros mismos, en un proceso de encontrar maneras de conciliar nuestras diferencias fragmentarias producto de nuestra forma de vida en comunidad.



[1] Ricardo Esteves (UBA) ric.esteves@gmail.com

[2] Benveniste, E. (1999) [1966] “Problemas de Lingüística General I ”, México, Siglo XXI.

[3] E. Laclau, Ch. Mouffe, (2004) “Hegemonía y Estrategia Socialista”, Buenos Aires, S XXI, p:77n.

[4] Que podemos ver contenido en la doctrina Empédocles que rescata S. Freud: “El filósofo enseñaba que dos principios gobernaban los sucesos en la vida del universo y en la vida de la mente, y que esos principios estaban continuamente en guerra entre ellos. Los llamó amor y lucha. De esas dos fuerzas –que concebía en el fondo como “fuerzas naturales que operaban como instintos y de ningún modo inteligencias con un propósito consciente”” S. Freud “Análisis Terminable e interminable (1937)” en “Obras Completas” Biblioteca Nueva, Bs. As. 1993. Pág: 3359

[5] Ubica a distintos destinatarios en tres posiciones. Un destinatario positivo, de quien se espera apoyos, un contradestinatario o destinatario negativo contra el que se polemiza, y por último un paradestinatario o destinatario identificable con la imagen del indeciso al que se busca persuadir. Verón, Eliseo (1986) “El Discurso Político. Lenguajes y acontecimientos” Buenos Aires, Hachette.

[6] En el peor de los casos y en el sentido escatológico tan característico de S. Zizek, la deposición (en el sentido de “cagar”)de la ciudadanía fue poner en el poder a F. De la Rúa.

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